lunes, 14 de agosto de 2017

Cómo y por qué se lleva a un país a la guerra: el caso de los Estados Unidos


Estados Unidos ya emergía como una potencia mundial a comienzos del siglo XX tras su expansión territorial y su gran crecimiento económico e industrial. Y la Primera Guerra Mundial  supuso una enorme fuente de ganancias para las compañías norteamericanas, debido a que se requería todo tipo de productos para abastecer las necesidades urgentes de los contendientes: desde alimentos a toda clase de armamentos, materiales o equipos. No solo suministraron a los  países combatientes, especialmente a Gran Bretaña, sino que también lo hicieron a los mercados tradicionales de estos, que ahora habían quedado sin poder ser abastecidos. Hacia abril de 1917 habían enviado mercancías a Europa por un valor superior a dos mil millones de dólares, esto era mucho dinero y un motivo muy serio para que desde el mundo de los negocios y desde el gobierno vinculado a él se decidiese un apoyo decidido hacia la contienda. El presidente Wilson, antes con un discurso pacifista,  fue muy claro ya en 1917 respecto a atender los deseos del poderoso sector empresarial, incluido el uso de la violencia, olvidándose del mercado libre y de la libre competencia:
Las concesiones obtenidas por los financieros deben ser salvaguardadas por los ministros del Estado, incluso si la soberanía de naciones remisas fuese ultrajada en el proceso… las puertas de las naciones que están cerradas deben ser echadas abajo (Zinn, 2003).
La política exterior estadounidense en el mundo tal cual, desde entonces hasta ahora.
En la guerra, como es habitual, nadie jugaba  limpio, los británicos bloqueaban los puertos a Alemania y Alemania utilizaba la nueva tecnología militar, los submarinos, para controlar el flujo marítimo. A su vez EE.UU. en modo alguno se mantenía neutral, enviando armas a Gran Bretaña.
En Norteamérica se estaban extendiendo, y ganando apoyo social, las organizaciones que defendían los derechos de los empleados y de los que poseían menos bienes. Esto preocupaba profundamente al mundo de los negocios, que temía seriamente perder el control sobre la sociedad. Como la élite económica no parecía que ganaba  muchos adeptos por sus “buenas acciones” y por su “ejemplo”, pensaron que seguramente la guerra pondría fin al pensamiento crítico y reivindicativo, al imponerse por la fuerza los sentimientos nacionalistas, belicistas e intolerantes que brotan cada vez que suenan las trompetas de la guerra.
El presidente norteamericano Woodrow Wilson había  prometido ser neutral y no entrar en esa guerra antes de ser elegido en las elecciones. Pero el sector empresarial y financiero presionaba a favor de la guerra, porque además de suponer un gran negocio serviría para tener controlada a la población de su país; que cada vez estaba más  insatisfecha y desencantada por la crisis que se extendía por la nación.
Estados Unidos tenía un importante problema respecto a entrar en la guerra en Europa a favor de algún contendiente, en este caso del lado de Gran Bretaña y contra Alemania, pues había unos ocho millones de personas de descendencia germana y cuatro y medio de procedencia irlandesa, que no tenían precisamente mucho aprecio a los ingleses. Para cambiar la opinión pública, de forma que una población contraria a entrar en un enfrentamiento con los europeos se convirtiese en una nación dominada por la histeria y la intolerancia, se requirió de una intensa manipulación de las mentes de los norteamericanos.
En abril de 1917 se creo un Comité de Información Pública, respaldado y promovido por el Gobierno y las corporaciones, al frente del cual estaba George Creel. Su misión era ganar apoyo y entusiasmo hacia el reclutamiento de soldados y hacia la guerra, a la vez de denigrar y acusar de traición a los contrarios a ella. Para llevar a cabo esta tarea contrataron a expertos en temas psicológicos, como el propio sobrino de Freud, Edward Bernays, con el objetivo de realizar un trabajo científico y efectivo sobre el control del pensamiento de la población. Vemos, por tanto, que no fue la Alemania nacionalsocialista  la inventora de tales prácticas. Edward Bernays explicaba cómo comprendiendo determinados comportamientos colectivos del ser humano, estos pueden utilizarse para  realizar un control sutil sobre la población de un país:
Si entendemos el mecanismo y los motivos de la mente en grupo, ¿no es posible controlar y adoctrinar las masas de acuerdo a nuestra voluntad sin que ellos lo sepan? (Lendman, 2012).
Es entonces cuando de desarrolla y se pone en práctica la llamada “ingeniería del consenso” o “la fabricación del consenso”, haciendo referencia a estas técnicas de engaño y manipulación de los ciudadanos. Esto se hizo mediante los medios de comunicación, principalmente prensa, y también mediante mítines y grandes concentraciones; donde los oradores y todo el espectáculo que les acompañaba trataban de atraer a la gente. El psicólogo social Alex Carey explicó el porqué de este desarrollo de las técnicas de propaganda y persuasión:
El siglo XX se ha caracterizado por tres acontecimientos de gran importancia política: el crecimiento de la democracia, el crecimiento del poder de las corporaciones, y el crecimiento de la propaganda de las corporaciones como medio de proteger este poder contra la democracia (Lendman, 2012).
Es el miedo a la democracia, a los deseos y voluntad de la población, lo que impulsó que se crearan y financiaran estas organizaciones con el fin de precisamente poder controlar el pensamiento y el comportamiento de los ciudadanos. El dominio que ansiaban y lograron tener las corporaciones es antidemocrático, y, por tanto, no se puede esperar que las personas aprueben algo que les va a perjudicar de forma muy notoria. Por este motivo se requiere de técnicas de manipulación, de engaño, ya que la violencia está mal vista y al final se vuelve poco viable y cara. Por el contrario, el mostrar un mundo favorable a los intereses de las grandes compañías económicas y en el que la población terminase creyendo, dejando su responsabilidad como ciudadano en manos de otros que tomarían todo el poder, sería y será el objetivo de estas campañas de relaciones públicas; en las que se invirtieron y se siguen invirtiendo enormes sumas de dinero y medios. El cine, la televisión, la prensa, la radio o la opinión de intelectuales, famosos o artistas contratados a propósito, tendrán un enorme poder de captación y convicción, arrastrando incluso a quienes en principio no mostraban ningún interés. Contra quienes denuncian o rechazan los motivos reales por el que se realizan estas campañas y no se dejan engañar o sobornar, se aplicará bien la censura, la descalificación pública o incluso la violencia, ayudado por cambios legales que recorten las libertadas y los derechos humanos. Todo esto se llevó a cabo con determinación en Estados Unidos en el periodo anterior y durante la Primera Guerra Mundial, y se continuaría haciendo en todas las guerras siguientes hasta el presente: la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea, la de Vietnam, Yugoslavia,  Afganistán, Nicaragua, El Salvador, Irak, Libia, Siria…

De mi obra Justificando la guerra (2012).

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